31 agosto 2017

Tengo un primo Mago

El domingo 13 en la noche, para cerrar la XXII Feria Internacional del Libro de La Paz, se reconoció en acto especial la trayectoria como investigador, escritor, historiador y periodista de Mariano Baptista Gumucio. Luego de la apertura que hiciera Tatiana Azeñas, Gerente General de la Cámara Departamental del Libro de La Paz, se presentó un video con saludos de amigos de Mariano: Carlos D. Mesa Gisbert, Lupe Cajías, Carlos Antonio Carrasco, Wilmer Urrelo, Clovis Díaz, entre otros.

Me tocó hacer la intervención principal sobre mi primo "Mago", y luego de recibir su reconocimiento habló él sobre su trayectoria. Finalmente Patricia García, Carlos Ureña y Percy Jiménez mostraron representaciones dramatizadas de algunas páginas de "Cartas para comprender la historia de Bolivia", libro de Mariano recién editado en la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia (BBB), que coordina Amaru Villanueva.

Lo que sigue es lo que dije en aquella ocasión.

Cada vez que me descuido y me doy la vuelta, aparece un nuevo libro de Mariano Baptista Gumucio. Cuando le pregunto “¿qué estás preparando ahora?” responde casi con indiferencia, “nada, nada”… Y a las dos semanas presenta nueve tomos sobre los exploradores extranjeros que escribieron sobre cada departamento de Bolivia, o una exhaustiva colección de textos poco conocidos de Augusto Céspedes, o un museo en Pando. Mago dice que suma unos 70 títulos en su bibliografía, pero son más, lo que pasa es que a él le da pereza contarlos, como seguramente no ha contado tampoco el número de imágenes de la Mona Lisa que ostenta en las paredes de su casa, incluyendo las del baño de visitas.

Podrían decirle Mago por ese arte de prestidigitación creativa que practica sin cesar desde hace 60 años, pero su apodo viene de más lejos, desde su bisabuelo Mariano Baptista Caserta, diputado y presidente de la república, a quien le colgaron el mote por ser un orador prodigioso.

Mago puede estar al mismo tiempo preparando un nuevo libro, montando un museo o realizando uno de sus programas de televisión de la serie “Identidad y magia de Bolivia”, que ya suman más de 800 (16 años continuos). Lo hace con el fluir de los días como si no representara ningún esfuerzo.

Su faceta de videasta me impresiona especialmente porque lo he visto muchas veces trabajar como hombre orquesta con una camarita de juguete, convertido él mismo en camarógrafo, director, productor, entrevistador… Los jóvenes de hoy no mueven un dedo si no han conseguido varios miles de dólares para iniciar su proyecto cinematográfico, pero Mago lo hace todo cada semana como hombre orquesta y con envidiable entusiasmo. Jamás escuché de él una queja por sus precarias condiciones de documentalista.

Todos sus programas de televisión son tremendamente generosos ya en cada uno de ellos nos invita a conocer a un personaje, alguna faceta de una ciudad, un artista plástico, una obra nueva de teatro o de literatura, y tantas cosas más en la voz de los propios protagonistas. El panorama, que nos ofrece el conjunto de esa obra visual, dice mucho de lo que es Bolivia en el ámbito de la cultura.

Pero bueno, me parece que no estoy aquí para hablar de la obra de Mariano Baptista Gumucio sino de la persona.  Sospecho que no me invitaron para hacer un análisis crítico de su trayectoria de escritor, que eso lo habría hecho de manera magistral H.C.F. Mansilla en el estudio introductorio del libro Cartas para comprender la historia de Bolivia, Carlos D. Mesa, Cachín Antezana y otros estudiosos. Tampoco quiero hacer de crítico de su obra videográfica, y menos analizar sus libros sobre educación, escritos en el periodo en que fue tres veces Ministro de Educación, ni hablar de su carrera política desde que fue secretario privado de Paz Estenssoro hasta que el MNR lo lanzó como candidato a la presidencia de la república, o su carrera diplomática como Embajador en Estados Unidos o Cónsul General en Chile.

Para rememorar todas esas etapas está el libro Por la libertad y la cultura (2016) propiciado hace exactamente un año por don Luis Urquieta, que despliega bellamente en la Edición de Plural y Zofro todos y muchos más episodios de su vida con profusión de fotografías, cartas y textos propios y ajenos.

Para realizar una análisis profundo de la trayectoria de Mariano Baptista Gumucio se necesitaría un equipo interdisciplinario que aborde en conjunto pero desde diferentes ángulos sus aportes a la historia, a la educación, a la literatura, a la política, a la cultura, y más. No se puede de otra manera abordar una obra tan frondosa.

Mariano es un explorador, no es un divulgador. Es demasiado fácil calificarlo de divulgador cuando en realidad lo que hace en sus investigaciones es sacar a la luz aquello que existía pero que no era tomado en cuenta porque no se conocía bien.  En ese se parece a los explorados del siglo XIX, que penetraban en las entrañas de la selva y descubrían civilizaciones que apenas conocíamos de oídas, a veces ni siquiera teníamos noticias de ellas. ¿Son menos creativos esos exploradores en su labor de investigación?

Aunque no me lo dijeron explícitamente, asumo que me invitaron para decir unas palabras sobre el Mariano que yo conozco, desde un punto de vista que nadie más puede tener porque es el mío, que ningún estudioso puede escribir, que ningún investigador puede desentrañar.

Y de ese modo, lo que tengo que desentrañar es a la vez lo más fácil y lo más difícil, porque es precisamente entrañable, porque tiene que ver con mi cercanía personal con Mago y su importancia en mi propia vida, lo que me permitirá dibujar otras facetas de él.

Algunos creen que Mago es mi tío porque me lleva unos pocos años de ventaja. Otros saben que es mi primo hermano, hijo de mi tía Machi (Mercedes), la hermana mayor de mi padre. Yo, que solo tuve hermanos menores (Emma, Pedro y Pablo), adopté a Mago como hermano mayor. Quizás Mago hizo lo propio con mi padre y de ese modo hemos heredado no solamente la sangre que corre por nuestras venas sino una forma filial y de amistad para relacionarnos.

Si bien mis primeros pasos en la literatura, cuando tenía nueve años de edad fueron estimulados por nuestra abuela común, Adriana Reyes Calvo, fue Mago quien me respaldó cuando decidí dejar la carrera de medicina y dedicarme a escribir. La primera reacción de mi padre, que tenía la esperanza de que yo fuera un profesional “de verdad”, ingeniero, médico o abogado, se resumió en una frase lapidaria: “Tienes tres días para irte de la casa”.

Más tarde se ablandó y trató de convencerme por la buenas, poniendo como ejemplo al elegante Axel Munthe (nacido como yo un 31 de octubre, casi cien años antes), el autor de La historia de San Michel (una colección de textos publicados en 1887) para probarme que se podía ejercer la medicina y escribir al mismo tiempo.

La vocación es algo misterioso, le cae a uno encima como un hábito de monje y uno la asume con todos los riesgos que ello implica.  Eso de que uno “nace” tal o cual cosa me parece bastante relativo. No sé si la literatura está en los genes pero sí está en inclinaciones un tanto irresponsables. Claro que ya en la etapa de colegio tuve el estímulo privilegiado de Pedro Shimose, Oscar Rivera Rodas y Carlos Coello Vila.

Pero ya en la universidad, si no hubiera existido el respaldo de Mago no sé si yo hubiera persistido en la literatura, sobre todo porque nunca tuve la visión de que sería algo más que un artesano de la escritura, porque es algo que puedo hacer con relativa confianza y seguridad. Mi primo hermano mayor habló con mi padre y las cosas se suavizaron.

Poco después de demostrarle a mi padre que pude pasar al segundo año venciendo incluso la dificilísima anatomía descriptiva que nos daba el “Ciego” Mejía con el aprendizaje de memoria de los voluminosos tomos de Rouviere, me inscribí en la UMSA en Filosofía y letras donde recuerdo entre los profesores a Marcelo Quiroga Santa Cruz, Julio de la Vega y Jaime Sáenz. Con ellos hice amistad y confirmé mi incierto destino de escritor.

De esa etapa de estudiante de medicina queda como testimonio un cuento que escribí a cuatro manos con Carlos D. Mesa, en el que reconstruimos en paralelo la caída del avión en Viloco, donde iba el equipo de The Strongest, y ese mismo día el golpe del General Ovando que llevó al poder a una generación brillante en la que se encontraba Mariano Baptista Gumucio, Marcelo Quiroga Santa Cruz, Oscar Bonifaz, Alberto Bailey Gutiérrez, José Ortiz Mercado, entre otros que formaron el gabinete de ministros.

Es oportuno mencionarlo porque desde su puesto de ministro Mago me ofreció el desafío de hacerme cargo de la Revista Nacional de Cultura que él acababa de crear. Fui durante unos meses un entusiasta secretario de redacción que Mago tenía que corregir con frecuencia, como cuando me avisó que había conseguido un poema inédito de Octavio Campero Echazú y yo escuché Octavio Paz. En otra ocasión le pedí a Raúl Teixidó que “resumiera” para la revista su novela Los habitantes del alba, cosa que hizo con la mayor humildad.  Ahora le pido disculpas a Raúl cada vez que lo veo.

Esa fue toda mi relación laboral con Mago, pero siempre ha estado cerca cuando he necesitado su consejo y su orientación.

Mi primer libro publicado el año 1977 se debe a Mago cuando fue director de Ultima Hora. Durante varios meses había publicado en el suplemento “Semana” mis extensos artículos sobre escritores bolivianos,  resultado de conversaciones, lecturas e indagaciones que desarrollé con ellos a través de varios años. Mago me animó a publicarlos en forma de libro, en una edición rústica en papel periódico salida de las prensas de Ultima Hora, pero con el sello de Los Amigos del Libro. Ese libro se llamó Provocaciones y tiene entre otros capítulos uno con Oscar Cerruto y otro con Jaime Sáenz que han sido objeto de estudio. La segunda edición la publicó Plural en 2006.

Disfruto mi relación con Mago porque es un hombre tranquilo, buen conversador que nunca abusa de la palabra ni quiere imponer sus ideas sobre los demás. Es más bien alguien que escucha y a veces habla en silencio desde su mirada chisposa con un ligero dejo de sorna en la boca, parecido al de la Mona Lisa, y así sin mover los labios dice lo que está pensando de alguien o de algo, pero sería incapaz de ser torpe con nadie.

Sus comentarios a veces sarcásticos son tan refinados que pueden pasar desapercibidos. Hay que saber leer a Mago como lo hacen unos pocos amigos con los que ocasionalmente intercambia, aunque la muerte los ha ido alejando, como ha sucedido con tres de sus cuatro hermanos.

Aprendí mucho de Mago, y eso no tiene que ver necesariamente con la escritura y el periodismo. Me enseñó –sin saberlo él mismo- a mirar las cosas con cierta distancia, a dar las luchas que valen la pena, a medir el alcance de las palabras que uno escribe o dice, a establecer un orden de prioridades en los objetivos que uno tiene en la vida, a valorar las amistades que realmente valen la pena.

En el trabajo artesanal de la escritura, aprendí de Mago a cultivar como frutos de un mismo árbol cinco o seis proyectos al mismo tiempo, hasta que alguno madura y cae por sí mismo, sin prisas, sin el ánimo de figuración instantánea que anima a otros colegas ávidos de reconocimiento.

Es cierto, sin embargo, que el tiempo no deja de avanzar y que a partir de cierta edad uno empieza a contar no tanto los años que ha vivido sino los años que le quedan, y a calcular mejor qué es lo que la vida útil que uno tiene por delante puede permitirle hacer. Mago tiene muchos proyectos y los lleva adelante sin anunciarlos porque tiene la certeza de que hará todo lo que pueda mientras pueda, y si hay cosas que se quedan a medias en el camino, ni modo. Así también veo las cosas ahora.

Mariano Baptista Gumucio es un ejemplo de intelectual, trabajador honesto, probo e incansable, que ha aportado muchísimo a la cultura boliviana, a la memoria cultural de los bolivianos y al pensamiento sobre nuestro país. Mago es un trabajador silencioso, no hace aspavientos ni busca como otros aparecer en los medios todo el tiempo. No es una gallina que hace alarde cada vez que pone un huevo, y menos aún una chuchuca, ese pajarraco mexicano que cacarea sentándose sobre los huevos de otros pájaros. Es también un ejemplo de ser humano por su modestia y por ser tan accesible a todos.

Por ello el reconocimiento que se le hace la Cámara del Libro en ocasión de la XXII Feria Internacional del Libro de La Paz me parece tan apropiado.
_________________________________________  
En la sabiduría recolectada con los años he encontrado
que cada experiencia es una forma de exploración.

—Ansel Adams 


26 agosto 2017

Z, la oportunidad perdida

Las aventuras de exploradores en busca de civilizaciones desaparecidas o escondidas en lo más profundo de la selva han alimentado nuestra imaginación desde niños.

Las novelas de Joseph Conrad o las películas de Werner Herzog son prueba de ello por el vigor del lenguaje y la capacidad que tienen de recrear un mundo que nos invita a convertirnos en exploradores distantes pero no menos entusiastas.  En años recientes tuvimos excelentes ejemplos con las exploraciones cinematográficas del colombiano Ciro Guerra en El abrazo de la serpiente (2015) o Yvy Maraey (2013) del boliviano Juan Carlos Valdivia.

Indiana Jones o Tin Tin se suman a ese imaginario colectivo de aventuras que a la población urbana sedentaria la extrae por unas horas de su trajinar cotidiano donde las únicas peripecias son evitar que le roben la billetera en el autobús o llegar tarde a la oficina.

Por ello la oportunidad de ver Z, la ciudad perdida (2016) de James Gray parecía atractiva, más aún cuando la historia transcurre en territorio boliviano, en la frontera amazónica con Brasil.

Son muchas las películas cuyas historias están situadas en Bolivia, y lamentablemente pocas las que han sido filmadas en nuestro país. Las escenas de selva de este film fueron filmadas en locaciones de Colombia, en la Sierra Nevada de Santa Marta y en el Río Don Diego de Magdalena. Al parecer Bolivia es más interesante como leyenda que como espacio real para filmar.

El tema del libro de David Grann no podía ser más llamativo: la vida del Coronel Percival Harrison Fawcett (1867-1925), militar de honor a quien la Real Sociedad Geológica de Gran Bretaña le encomienda a principios del siglo pasado una tarea delicada y peligrosa: explorar y determinar los límites entre Bolivia y Brasil en la región del Acre, a pedido de ambos países que acababan de enfrentarse en una guerra en la que Bolivia perdió una parte de su territorio amazónico.

Fawcett es un personaje controvertido. Los arqueólogos descartan sus méritos y los historiadores lo califican de un hombre obsesionado por encontrar los rastros de una civilización que nunca existió. Más allá de la encomienda que le dio la Real Sociedad Geológica, Fawcett mostró una testarudez extraordinaria al abandonar a su familia para hacer cinco viajes a América del Sur en busca de su sueño improbable.



Su primera expedición transcurrió entre 1906 y 1912. Partió pobremente equipado y acompañado apenas por un grupo de hombres que sufrieron las consecuencias de adentrarse en la selva para someterse a toda clase de tormentos: hormigas marabunta que acaban con todo lo que encuentran a su paso, infecciones incurables en esos tiempos, fiebres que debilitan y dejan a los hombres en piel y huesos, garrapatas que se hinchan debajo de la piel, mosquitos venenosos y por supuesto víboras otros animales peligrosos de mayor tamaño. Fawcett le puso nombre a algunos de los animales que encontró en su camino: a una araña gigante le puso “apazauca” (las apazancas inofensivas que conocemos hoy) y a un perro-felino le puso “mitla”.

A su regreso a Inglaterra lo recibieron con escepticismo aunque Fawcett aportó algunas pruebas de que su expedición estaba en buen camino para encontrar una civilización perdida que probablemente antecedía a los Incas.  A su hijo le escribió en una carta:

“Espero que las ruinas sean de carácter monolítico, más antigua que los descubrimientos antiguos egipcios. A juzgar por las inscripciones que se encuentran en muchas partes del Brasil, los habitantes utilizan una escritura alfabética parecida a las europeas y a las asiáticas antiguas. Hay rumores que dicen que una extraña fuente de luz sale de sus edificios, un fenómeno que llenó de terror a los indios que decían haberlo visto.”

Se ha calificado a Fawcett como un falsificador sin legitimidad porque creía en poderes paranormales y era proclive a fabricar mitos. Incluso algunos de los que los acompañaron en sus expediciones tenían dudas sobre su estado mental: la obsesión del explorador lo habría enloquecido en el camino.

Fawcett regresó a Inglaterra para participar en la Primera Guerra Mundial, de donde salió con el grado de Coronel para retomar su antigua obsesión: hizo otros viajes más a la zona explorada del Matto Grosso en busca de la ciudad que nunca encontró. En su último intento llevó a su hijo mayor y ambos desaparecieron.

La búsqueda de Fawcett por otros exploradores y aventureros agrandó la leyenda y la hizo mediática, y ahora cinematográfica.

La película debía ser producida e interpretada por Brad Pitt, pero muy a tiempo el actor prefirió quedar solamente como productor y dejar el papel principal a Charlie Hunnam, un Fawcett que parece sobrevivir a todos los peligros en bastante buen estado de salud mientras a izquierda y derecha caen sus compañeros atravesados por flechas o aniquilados por alimañas.

Su encuentro con los indígenas es absolutamente caricatural, pues resulta que estos aislados “salvajes” se pueden comunicar con él en un castellano bastante fluido.

Si de héroes o anti-héroes se trata, uno prefiere a Indiana Jones por sus proezas relatadas con humor, o el enloquecido Klaus Kinski en dos de las emblemáticas obras de Werner Herzog: Aguirre, la cólera de dios (1872) y Fitzcarraldo (1982).  Pero el personaje que construye James Gray es gris como el apellido del director, y el tono general de la película es plano, sin escenas memorables.

Si bien la fotografía es excelente y las locaciones adecuadas, el montaje desperdicia los buenos momentos, no tiene capacidad expresiva, al igual que el personaje principal. El único personaje interesante es Henry Costin que interpreta Robert Pattinson, por una vez alejado de su palidez de vampiro diurno (aunque sus poderes especiales le hubieran servido bien en la selva amazónica).

Así, Z, la ciudad perdida es en realidad una oportunidad perdida. Fawcett, precisamente por su carácter controvertido, se merecía una mejor película donde la exploración del personaje sea tan o más importante que la exploración de la selva.
_____________________________
La poesía tiene que estar dentro de tu bolsillo,
porque si no sería mejor que te murieras.
—Roberto Echazú